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Viernes - 29.Marzo.2024

Conocimiento y relación jerárquica

José Enebral Fernández
Si en la era industrial cabía asociar el conocimiento a la autoridad y la autoridad al conocimiento, hoy, en las empresas del saber, en la economía emergente del capital humano y el aprendizaje permanente, quizá haya que reconsiderar algunas creencias en torno a la relación jerárquica.

En décadas pasadas, en la economía industrial, la autoridad del jefe se apoyaba en sensible medida en el conocimiento que atesoraba; pero, ya en la era del saber y el aprendizaje permanente, en la economía del capital humano y el mercado global, el directivo ha de asumir nuevos desafíos de gestión y tal vez no pueda seguir siempre el rápido avance técnico en profundidad. Quizá, algunas creencias tradicionales podrían precisar revisión, y entre ellas las relacionadas con el poder y la autoridad del jefe sobre el subordinado.

 

Abordaremos sobre todo en estos párrafos la autoridad moral, la que los demás reconocen al margen de lo formal, porque tal nimbo parece deseable en quienes administran poder. La distribución y administración de este —el poder— viene ya siendo objeto de revisión en beneficio de la inteligencia colectiva, y quizá especialmente dentro de la economía del conocimiento; pero, si el lector me acompaña, reflexionaremos aquí, sí, sobre la deseable autoridad moral del jefe, más relacionada con su desempeño del cargo que con el cargo mismo. También podríamos hablar de la autoridad moral de los subordinados, pero enfoquemos hoy al jefe.

 

Leí hace poco: “El día que no seas capaz de enseñar algo a los que dependen de ti —el día que dejes de sorprenderles— habrás perdido una parte importante de tu autoridad como jefe”. Se trataba de un nuevo libro de gestión de personas que decía ofrecer “un enfoque innovador”, y cuyo autor, Gabriel Ginebra, profesor en escuelas de negocios (IESE, EADA) y en la Universitat Abat Oliba CEU, y ya destacado miembro de uno de los “exclusivísimos clubs de profesionales en torno a Top Ten Business Experts”, defendía con amplio despliegue de argumentos la figura del jefe-maestro. De modo que la idea del jefe que sabe más que el subordinado y le enseña su trabajo, parece una idea vigente que se difunde en universidades y escuelas de negocios. Parece ser la idea que impera.

 

Todo buen directivo debe ser un maestro, en el doble sentido de la expresión: maestro como alguien que sabe y maestro como alguien que sabe enseñar”. Esto se decía asimismo, y de hecho, en la información promocional podía leerse: “Póngase con paciencia a las tareas de enseñar, corregir y agradecer el trabajo. Con estos bueyes hay que arar”. Además de numerosos parabienes surgidos en torno al libro (según lo visto en Internet), en el prólogo, el prestigioso conferenciante Javier Fernández Aguado hablaba de una corriente de pensamiento, de un “movimiento que se viene calificando como Escuela Española de Management”. Se trata probablemente, sí, de la idea imperante.

 

Sin embargo, como lector interesado, me quedé pensando si no deberíamos reconsiderar esta creencia dentro de la emergente economía del saber y el innovar, la del aprendizaje permanente, la del capital humano. Mi punto de vista será tal vez muy particular, pero no me encajaba, desde luego, la imagen de los bueyes aquellos del tío Pedro en el escenario de la creciente importancia del capital humano en la economía; una importancia de la que en verdad se habla mucho, aunque quizá, como sostiene Tom Peters, también se haga a menudo sin creer realmente en ella (“mintiendo”).

 

Me preguntó una vez un empresario (creo que fue en 2008) qué entendía yo por economía del conocimiento, y le respondí, sobre la marcha y brevemente, que era aquella en que el subordinado debía saber más que el jefe (de su propio trabajo, quería yo decir). Quizá yo estaba equivocado —de hecho, aquel empresario pareció fruncir el ceño—, o la simplificación era demasiado atrevida, siendo tan diversa la casuística; pero me viene pareciendo que emerge la economía del “capital humano”, mientras va perdiendo vigencia la de los “recursos humanos”.

 

En el libro de que les hablaba, que iba a ser presentado en la EOI de Madrid, se señalaba quedirigir personas no es la única función, ni quizá la más importante” (del jefe), que “ser buen directivo no sólo consiste en ser un buen gestor de personas”; pero se enfocaba decididamente esto último, acudiendo al apoyo inexcusable del conocimiento y destacando la incompetencia de los subordinados, supuestamente extendida. Venía a decirse, sí, que la gestión de personas era, fundamentalmente, gestión de incompetentes, con lo que se explicaba la necesidad del jefe-maestro.

 

Quizá se daba por sentado que el recorrido curricular del directivo ha de pasar tanto por formación en administración de empresas, como por formación técnica en la actividad correspondiente. El directivo habría de desplegar, por lo menos y al parecer, su aprendizaje permanente en ambos campos, además de dedicarse a la enseñanza de sus subordinados, incompetentes en su mayoría (según el autor).

 

Como cada uno piensa con libertad —con acierto o sin él, pero libremente—, llegué incluso a pensar que el trabajador cualificado de nuestros días, obligado a seguir cursos de formación continua y dado asimismo al aprendizaje informal y el autodidactismo, debía empero cuidar de no llegar a saber más que su jefe, por prudencia; para no alterar el statu quo ni interferir el culto al ego de su jefe-maestro. Los “bueyes” (llamativa expresión, la que elegía el profesor, autor del libro) no podían saber más que el agricultor. Pensé asimismo que la carga de trabajo del directivo podía llegar a ser muy elevada, si tenía muchos subordinados a los que enseñar y guiar (se hablaba también de administrar premios y castigos), lo que restaría atención a otras funciones estratégicas.

 

Después de estos y otros primeros pensamientos libres que me dispersaban, volví a la cuestión de la autoridad basada en el conocimiento, que es a lo que deseo apuntar. Obviamente, el jefe tiene la autoridad formal, y bueno parece que también posea alguna autoridad moral; pero pensé que esta no venía del cargo, ni de los títulos y diplomas, que debía ser reconocida y atribuida por los subordinados. Estos pueden otorgarla en general y para cuestiones particulares, y pueden hacerlo desde luego en respuesta al conocimiento atesorado; pero asimismo puede atribuirse en respuesta a las fortalezas del jefe, y a su desempeño ejemplar de funciones relevantes y trascendentes para la marcha de la empresa o departamento.

 

Si el jefe hubiera llegado a jefe por su buen saber y hacer, quizá habríamos de recordar también el principio de Peter; y si hubiera llegado por su capacidad de gestión, esta debería materializarla él y no habría de transmitirla a sus subordinados… Todo esto pensaba yo, pensador crítico, estimulado por las ideas encontradas y llevado por inferencias tal vez cuestionables. Cada uno cuenta con sus modelos mentales, sus memes…

 

Creo, y me animo a expresarlo aunque no me extienda en explicarlo, que si la autoridad moral del jefe hubiera de basarse de modo principal en su conocimiento, mala cosa sería. Cada uno, jefe y subordinado, ha de poseer unos conocimientos específicos, y tal vez los del primero no han de incluir necesariamente los del segundo, cada día más obligado este a manejarse con detalles técnicos en su trabajo, y más obligado aquel a atender al futuro, al mercado, a los clientes, a los cambios, a la sinergia, a los recursos, a las oportunidades...

 

Dados ambos —jefe y subordinado— al aprendizaje permanente, no cabe descartar que el subordinado pueda enseñar algo al jefe (incluso en asuntos de gestión), y de hecho creo que esto nos va resultando más familiar cada día. Los expertos en inteligencia organizacional sugieren reducir las distancias jerárquicas y compartir metas, aunque en verdad se topa a menudo con la defensa, a toda costa, del statu quo: algo que caracteriza al poder en diferentes ámbitos.

 

En la medida en que el superior se empeñe hoy en saber más que el subordinado, este podría asociar la autoridad al conocimiento y el conocimiento a la autoridad, y, quién sabe, renunciar tal vez a aprender de forma orquestada; sin embargo, puede que no deba haber tal empeño ni tal asociación, en la economía del saber. El directivo puede ciertamente dominar lo técnico, ya sean aspectos teóricos o procedimentales, o todos los aspectos; pero la tendencia parece apuntar, si el lector asiente, a que el experto técnico sea el subordinado y para eso se forme continuamente, sin menoscabo de la unicidad o particularidad de cada organización.

 

¿Cómo puede el directivo nutrir su autoridad moral ante los subordinados? Hay que insistir en que la autoridad moral, como el liderazgo, no es patrimonio del directivo; pero bueno parece que el directivo la cultive. Tal vez se nutriría del respeto a sus subordinados, de la integridad, la efectividad, el buen juicio, la inteligencia social, la perspectiva… Yo recuerdo ahora las 25 fortalezas de Seligman, pero habría que preguntar a los subordinados qué piden a sus jefes y qué valoran en ellos, y puede que la respuesta apunte a una gestión excelente, que asegure el futuro (en tan difíciles tiempos) e incluya el debido reconocimiento de la contribución de cada subordinado; que apunte más, si queremos decirlo así, a un liderazgo catalizador que a un liderazgo capitalizador.

 

Lamentablemente, en algún caso el subordinado portador de capital humano, puede ver sus logros capitalizados por su jefe; sus conocimientos, capitalizados por su jefe o por el área de formación; su buen hacer, capitalizado por el área de calidad… En estas condiciones de méritos hurtados, el trabajador no vería mucha autoridad moral a su alrededor. Pero también hay, seguramente en mayor número, buenas empresas y directivos, como hay buenos trabajadores que como tal son percibidos, y que además reconocen autoridad moral a sus jefes, al margen del saber técnico; que reconocen y valoran la función de dirigir, cuando se ejerce de modo profesional.

 

Observe cada lector las realidades que le circundan, pero tal vez, si dejamos que la autoridad del jefe se siga apoyando sensiblemente en un conocimiento que sorprenda cada día a los subordinados, estemos poniendo un obstáculo, una limitación, tanto al aprendizaje permanente de estos, como a la propia autoridad que deseamos nutrir. Yo dejaría en cada caso la autoridad del conocimiento para el propio conocimiento, sea quien fuere quien lo ostente, y contando con que se aplique en la tarea siempre que resulte técnicamente posible; pero no deseo llevar razón sino llevar a la reflexión.

 

El conocimiento es un valor en alza y resulta inexcusable en quien haya de utilizarlo, salvo que este sea obligado por su jefe a preterirlo; asimismo, una excelente gestión profesional y estratégica resulta cada día más inexcusable en el aseguramiento del futuro, tan amenazado para las empresas de nuestro tiempo. Tras más elevadas cotas de productividad y competitividad, parece preciso contar con la competencia y la profesionalidad de los jefes y asimismo de los subordinados, todos aprendedores permanentes. Asienta o disienta el lector y llegue a sus propias conclusiones, pero tenga un buen año 2011, próximo a comenzar.

 


Contenido enviado por: Pepe
Etiquetas: liderazgo
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Autor: José Enebral Fernández
Enviado porJosé Enebral Fernández- 23/12/2010
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