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Publica tu artículoUsuario - - Acceso de Usuarios | Jueves - 18.Abril.2024 |
Ayer, de regreso a Madrid desde Vitoria, leía yo un oportuno texto de Luis Gómez en el suplemento Domingo de El País; un texto en que se recogían estudios y puntos de vista de diferentes consultoras. Se hablaba al principio del absentismo y el presentismo, pero yo me fijé en otro detalle posterior. Se venía a decir que cuatro de cada cinco trabajadores españoles no están comprometidos con sus empresas. Enseguida pensé que encontraría también el dato de cuántas empresas estaban comprometidas con sus trabajadores, pero no lo encontré.
No me interesaron en gran medida las reflexiones sobre el denominado presentismo de los trabajadores, porque éste se presentaba como una especie de amenaza, y me parece a mí que los primeros en prolongar su presencia en la oficina son los directivos. Cuando un directivo permanece en su puesto nueve o diez horas diarias, se dice que está presente en su puesto y en sus funciones, pero, si se trata de un trabajador, entonces y según pude ver, venimos a decir que está presente en su puesto, pero “ausente en sus funciones” (o sea, que trata de aparentar).
La verdad es que, cuando hablamos concretamente del knowledge work —entendido éste sobre todo como el trabajo con la cabeza, como un trabajo de pensar bastante (aunque también se utilicen las manos)—, entonces estar en la oficina o estar fuera puede resultar igualmente productivo: lo importante no es el tiempo en presencia, sino los resultados alcanzados tras las conclusiones o decisiones mejor meditadas. Cuando uno ha de pensar, quizá lo va haciendo mientras se desplaza al trabajo cada día, e incluso lo hace en la ducha, o cuando se despierta de madrugada, es decir, también fuera de jornada. Pero ya digo que en estos párrafos deseo reflexionar sobre el tan frecuentemente abordado tema del compromiso.
En realidad, creo que hay lecturas diferentes del compromiso. Al enfocar a los trabajadores, se diría que, aparte de lo legalmente establecido, con frecuencia les pedimos, bajo la etiqueta de compromiso, varios complementos: un aporte sensible de energía psíquica y volitiva en su trabajo; una adhesión emocional sólida y visible; una especie de matrimonio con la empresa, que descarte incluso que el trabajador pueda enviar su currículo a otras; una lealtad a la compañía mayor que la propia lealtad a la profesión; unos buenos resultados que en ocasiones no se corresponden con los recursos y poderes asignados…
Sin embargo, cuando se habla del compromiso de la empresa con los trabajadores, temo que rara vez se enfoca algo más que lo legalmente establecido, y que, cuando la Dirección se equivoca en la gestión empresarial, pagan el pato los trabajadores, a menudo saliendo de la organización. Uno, como trabajador, casi nunca se sintió más comprometido con su empresa de lo que su empresa se sentía con él; diría que al principio de mi trayectoria podía hablarse de un compromiso mutuo en la empresa a que me incorporé, pero luego las cosas fueron cambiando.
Creo que en los años 80 ó 90 se extendió sensiblemente el hábito de engañar al mercado, fuera para cautivar a los clientes o para acabar vendiendo la empresa; quizá alguna vez fui cómplice en esta práctica, pero no lo hice de modo consciente porque yo también estaba engañado. Cuando ya, algún tiempo después, veía en ocasiones el engaño o lo intuía, entonces procuraba mantenerme a un cierto margen, a una cierta distancia que seguramente se percibiría como falta de compromiso. El caso —y en su caso— era que hacer las cosas mal a sabiendas me resultaba muy penoso, frente a la más frecuente posibilidad de hacer las cosas bien, para satisfacción propia y de los clientes.
Hablo, sí, de experiencias mías pasadas, porque así lo hago con cierto fundamento: el lector tendrá sus propias vivencias y habrá de llegar a sus propias conclusiones. Hacía yo un trabajo lo más profesional que sabía, y esperaba la periódica compensación económica. Había ciertas cosas que no me gustaban —un obstinado empeño, sí, en extremar la distancia entre lo que realmente se es y lo que se desea aparentar en el mercado—, pero admito que los empresarios y ejecutivos son soberanos en sus estrategias y tácticas, incluyendo el alarde de logros futuros que luego no llegan.
Mi opinión es que no se puede pedir mayor compromiso a los trabajadores, salvo que se aborde una cierta reforma cultural —más allá de la reforma laboral—; una revisión, sí, de los modelos mentales al uso en las empresas. Apostaría por una relación jerárquica que contemple la profesionalidad del subordinado y el valor del capital humano que porta y aporta. Diría que es un tema complejo, a resolver en cada organización. Quizá, empero, si no cabe esperar mayor compromiso, sí se pueda esperar mayor productividad; pero es que a veces la productividad de los trabajadores no depende tanto de ellos mismos como de la cultura de la empresa y la organización funcional.
Es una pena, por ejemplo, poner a un experto a realizar tareas de baja cualificación, u obligarle a hacer las cosas de modo diferente al que le dictan sus conocimientos adquiridos en procesos de formación, su profesionalidad; pero temo que en ocasiones se contrata más la obediencia y la complicidad de los trabajadores, que su inteligencia y creatividad. El lector puede tener otras experiencias y otra opinión, pero yo le agradezco su atención y le invito a reflexionar sobre el compromiso de los trabajadores en las empresas. Yo veo más precisa una mejora de la profesionalidad y la productividad, que un incremento del compromiso; pero todo depende de en qué pensamos al pedir mayor compromiso.
Autor: José Enebral Fernández
Enviado porJosé Enebral Fernández-
24/06/2010 |
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